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El orden natural
EL ORDEN NATURAL
Carlos A. Sacheri

Prólogo

"El orden es la unidad resultante de la conveniente disposición de muchas cosas". (Contra Gentes, 111-71). Es la pluralidad, reducida a la unidad mediante el ordena­miento de los fines. La ley de la finalidad es inseparable de todo lo que diga relación al orden.

Hay un orden natural y hay un orden sobrenatural. Ambos exaltan y revelan la íntima unidad de Dios, tanto ad intra como ad extra. Es per esto que el cosmos, el universo siente en si' mismo una metafísica exigencia de orden y de unidad.

El orden natural no es un submundo o un orden de emergencia. No es tampoco obra de la libre determinación humana. El orden natural es anterior al hombre. Se fundamenta en Dios y participa del recóndito misterio del mismo Dios, cuyo orden divino y eterno se refleja en el orden natural.

El orden natural es una realidad acabada en sí misma, aun cuando la revelación nos descubra el orden sobrenatu­ral y nos muestre a qué grado de perfección y elevación puede ser llevado el orden natural informado por la gracia.

Por su propia naturaleza es inviolable el orden natural. La actitud del hombre debe ser de total acatamiento. La vulneración de este orden introduce un tipo de violencia interior, cuya víctima inmediata es el mismo hombre que vulnera el orden.

El acatamiento, la fidelidad a las exigencias del orden natural, en definitiva son formas de acatamiento a Dios y de aceptación de su Voluntad. Acatamiento que perfec­ciona al individuo y lo libera de servidumbres.

 

El orden natural es una de las leyes esenciales de la vida. Baste el simple ejemplo del cuerpo humano. De su orden físico depende la salud, el crecimiento, la perfección física y gran parte de su plenitud humana.

Este orden resplandece por fuera transformado en belleza. Se explica asi' la profunda percepción de la belleza del orden natural de los artistas, de los genios y de los santos. El orden natural, a su modo, es una maravillosa epifanía.

Pero este orden natural se proyecta de una manera múltiple: orden moral, orden social, orden económico, orden político. Distintos aspectos y distintos fines de un mismo orden natural, con sus leyes propias.

Este orden lamentablemente está siempre jaqueado. Es fácil vulnerarlo, máxime que en su realización el hombre interviene con todo lo que es suyo. Por otra parte, la luz de la razón no basta por sí misma o se le hace muy difícil para abarcar todo el orden natural y definir, siem­pre en concreto, las líneas maestras de este orden.

Finalmente, el orden natural pese a su vigor intrínseco, a su fundamento en Dios, a su participación en las leyes eternas, necesita sin embargo de la defensa del hombre. Y viceversa. El orden defiende al hombre y el hombre al orden.

Su contrario el desorden es una excrecencia con raíces abismales, nunca estirpadas a fondo.

Un gran Pensador y un gran Maestro Carlos Sachenintuyó las profundas subyacencias en el pensamiento y en el corazón del hombre actual. Subyacencias cargadas de errores y negadoras no solo del orden sobrenatural, sino también del orden natural.

El pensamiento moderno se preocupa del hombre. Pero su concepción del hombre es falsa. El hombre es mitificado, aparentemente convertido en el fin y en el centro de la Historia, manipuleado luego como cosa.

Sacheri advirtió que el muro se iba agrietando veloz­mente por el doble rechazo del orden sobrenatural y del

orden natura!. Vio la problemática del orden natural subvertido y vigorizado por una técnica portentosa. Y se volcó de lleno, no a llorar, sino a restaurar el orden natural. Aquí está la razón de su sangre mártir.

Contribución suya fueron los artículos que Sacheri publicara con el título de La Iglesia y lo social*. El parte de la Iglesia como Institución divina y por lo tanto, como Misterio de Fe. El Magisterio de los Papas que él analiza y aprovecha tiene la misma raíz sobrenatural. Pero en todos sus artículos campea o subyace la realidad del orden natural, como requisito indispensable para asentar luego el orden sobrenatural.

Este libro merecía mejor prólogo. Supla el afecto la pobreza de estas líneas.

MONS. ADOLFO TÓRTOLO Arzobispo de Paraná

Paraná, setiembre 15 de 1975.

1. LA IGLESIA Y LO SOCIAL: SU OBRA HISTÓRICA

Desde el origen mismo del Cristianismo, la Iglesia ha venido desarrollando una labor constante por el reconocimiento de los derechos humanos fundamentales y por asegurar la vigencia práctica de los mismos en ios países a través de los cuales ha ido extendien­do su influencia benéfica. La dimensión social de su apostolado se ha traducido progresivamente en tantas iniciativas e instituciones, que ninguna otra institución humana podría jactarse de haber realizado obra semejante.

La magnitud de lo emprendido impide toda enumeración ex­haustiva. Pero bastará una breve consideración de ciertos hechos significativos para comprobar hasta qué punto el mensaje de salva­ción que el Cristianismo aporta a los hombre se ha reflejado en una obra admirable de promoción humana y social.

El Cristianismo primitivo

El mensaje de caridad evangélica muestra ya en las Epístolas de San Pablo su dimensión social. Cuando el Apóstol se dirige al esclavo le recuerda sus derechos a la par que sus obligaciones para con su señor, y de este modo, tan simple y silencioso, la difusión de la fe cristiana fue transformando radicalmente la antigua institución de la esclavitud. El testimonio imparcial de los historiadores de la antigüedad, pone de relieve la eficacia de la labor desarrollada en tal sentido por las primeras comunidades cristianas que se constituyeron a lo largo de todo el Imperio Romano.

El signo característico de la vida evangélica es aquél "¡Mirad cómo se aman! " de los Hechos de los Apóstoles, con el cual los paganos reconocían las consecuencias prácticas de la nueva religión. Millares de mártires, víctimas de crueles persecuciones, testimonia­ron con su vida la vocación de paz que los inspiraba.

Durante los siglos II a V, los Santos Padres de la Iglesia tanto latina como griega desarrollaron en sus escritos un pensamiento profundo en materias sociales y hasta económicas, sentando así las bases de la elaboración teológico-mora I de los siglos siguientes.

 

La cristiandad medieval

La crisis del Imperio pagano, transformó rápidamente a Europa en un mosaico de pueblos y naciones que se invadían y dominaban entre sí. La fuerza de las comunidades cristianas existentes y el espíritu abnegado de los misioneros, fueron sentando las bases de la pacificación social. Una nueva Europa surgió paulatinamente, unifi­cada por la común adhesión a los mismos valores religiosos y morales.

Las congregaciones religiosas recientemente surgidas crearon las primeras escuelas, para la instrucción elemental del pueblo. Ei rico tesoro de las literaturas griegas y latina fueron conservadas por los monjes, mediante el penoso procedimiento de la copia de los manuscritos rescatados de la destrucción y del saqueo vandálico. Gracias a su esfuerzo, la cultura occidental logró subsistir en lo esencial; obra tanto más meritoria si se considera el lastre de inmoralidad que empañaba los valores de tantas creaciones de la Antigüedad.

En el plano social, las realizaciones del cristianismo medieval fueron múltiples. No solo la primacía de los valores religiosos inspiró numerosas iniciativas de tipo asistencial, como ser, la crea­ción de hospitales ("casas de Dios") y dispensarios, asilos de ancianos y orfelinatos, etc. También presidió en materia económica la organización de talleres y de los primeros gremios profesionales, instituciones que organizaban las actividades económicas de cada oficio o artesanía, a la vez que asumían eficazmente la defensa de los intereses comunes frente a la nobleza y al monarca. Lo mismo cabría señalar en cuanto a la marcada descentralización de las comunas y municipios en el orden político, con el reconocimiento de sus autonomías a través de la legislación foral y los privilegios de que gozaban muchas ciudades. En cuanto a la política "internacio­nal" se refiere, la autoridad religiosa desempeñó durante siglos la función de arbitro supremo al dirimir los conflictos de los monarcas en litigio, asegurando así la paz entre los pueblos. Por otra parte, no debe olvidarse que la moral cristiana creó una serie de instituciones y usos, como la "tregua de Dios", la "paz de Dios", la prohibición del uso de ciertas armas, la inviolabilidad de ciertos recintos, etc., cuyo respeto aseguraba la disminución de la crueldad y de la destrucción, propias de toda contienda. El reciente caso de Biafra, muestra el nivel de degradación colectiva alcanzado por las naciones modernas...

La Alta Edad Media testimonió elocuentemente el valor que la Iglesia asignó siempre al cultivo de las ciencias y de las artes. Surgieron las primeras Universidades (París, Oxford, Bologna) con el

esplendor de la elaboración filosófica y teológica (S. Tomás, S. Buenaventura) y el cultivo de las ciencias experimentales (S. Alberto Magno, R. Bacon). Las letras y las artes alcanzaron una perfección incomparable con las catedrales góticas, las obras del Dante y los frescos y cuadros de Giotto y Fra Angélico.

Los tiempos modernos

Durante el Renacimiento, la Iglesia presidió el desarrollo de las letras y las artes, con Papas como Julio II. Pero al mismo tiempo inspiró sentido misional a los descubrimientos y colonizaciones de jiuevas regiones. Los teólogos españoles del siglo XVI sentaron las J)ases de los derechos humanos, con una precisión que nada tiene que envidiar a la Declaración de la O. N. U. de 1948. Al mismo tiempo elaboraron los principios del moderno derecho internacional y asumieron la defensa de los derechos de los aborígenes. En nuestro país aún existen vestigios de la admirable obra de promo­ción cultural y social de las misiones jesuíticas, franciscanas, etc.

Frente al capitalismo en formación la Iglesia reiteró incansable­mente la prohibición de la usura, con documentos como la Bula Detestabilis de Sixto V (21-10-1586) y la Bula Vix pervenit, de Benedicto XIV (1-11-1745). Denunció enérgicamente la supresión de los derechos de reunión y de asociación y la disolución de las organizaciones gremiales existentes, por imposición de la ley Le Chapelier dictada por los revolucionarios franceses.

La "cuestión social" acababa de nacer. Las nefastas consecuen­cias del liberalismo económico y político ensombrecerían el surgi­miento del romántico siglo XIX, con la miseria de cientos de miles de hogares obreros y el empobrecimiento de las clases medias, en beneficio de una burguesía próspera que logró adueñarse del poder político, destronando reyes en nombre del "pueblo soberano".

Por su parte, la Iglesia, defensora del orden natural y de los derechos humanos, se aprestó a combatir con nuevas armas a los enemigos de la Fe y de la civilización.

 

. LA IGLESIA Y LA CUESTIÓN SOCIAL (el siglo XIX)

El proceso revolucionario

Como lo han reiterado incansablemente los Pontífices, sobre todo, a partir de Pío IX, los grandes males de la civilización moderna provienen de las erróneas ideologías que se difundieron en las naciones occidentales. La crisis intelectual dio paso a la corrup­ción de las costumbres y ésta última originó una serie aún hoy inacabada de crisis políticas y sociales, de guerras civiles e internacionales, cuya etapa más reciente estaría configurada por la guerra subversiva. El diagnóstico de los Papas es unánime al respecto; para comprobarlo basta con releer documentos tan signifi­cativos como el Syllabus de Pío IX e Inmortale Dei de León XIII y confrontarlos con la encíclica Ad Petri Cathedram de Juan XXIII e innumerables alocuciones de Pablo VI. Las falsas ideologías llevan a la corrupción moral y ésta desemboca en la subversión social. El surgimiento y la evolución de la llamada "cuestión social" en los siglos XIX y XX constituyen una prueba elocuente.

Las crisis sociales

La caída del "ancien régime" de las.monarquías europeas, como consecuencia de la Revolución Francesa, perturbó profundamente el orden social sumando a las consecuencias desastrosas del liberalismo capitalista, la inestabilidad de los regímenes políticos. El profundo cambio tecnológico que ocurriera principalmente a lo largo del siglo XVIII y que se conoce con el nombre de "revolución industrial", contribuyó singularmente a aumentar los desequilibrios sociales existentes bajo el absolutismo monárquico.

La aplicación sistemática de maquinaria de reciente invención al proceso de la producción industrial, coincidió históricamente con el auge del Enciclopedismo o lluminismo y la formulación del liberalis­mo económico y político. Lo que estaba llamado a acelerar el progreso económico de la humanidad, se vio, pues desvirtuado por el influjo de las ideologías. El avance tecnológico permitió que la

nueva burguesía industrial aumentara constantemente su poder económico, en detrimento de la clase obrera y de la clase media y hasta de la propia nobleza. Surge así un fenómeno social otrora desconocido: el proletariado. El auge industrial fomentó la deserción rural al par que favoreció la concentración urbana de la población. Las familias emigradas no lograban trabajar sino en condiciones misérrimas, carentes de toda protección y estabilidad.

_Los abusos de todo tipo y el pauperismo creciente de enormes masas de población, terminaron por hacer tomar conciencia de la necesidad de unirse para defenderse. Así surgen por un lado, las corrientes socialistas y, por otro, los primeros esbozos de organiza­ción sindical.

La cuestión social: sus etapas

Podemos caracterizar a la "cuestión social" como la cuestión de las deficiencias del orden social de una sociedad para la realización del bien común. Su solución supone el análisis de las causas y de los medios para superarlas.

Como toda realidad histórica, la cuestión social ha evolucionado sensiblemente hasta nuestros días. En su transformación podemos distinguir tres etapas principales. En su fase inicial, el problema social se concentró en el pauperismo del proletariado industrial; es la "cuestión obrera". En una segunda etapa, los efectos perniciosos _deL capitalismo liberal se extendieron a todos los sectores de la población, agregándose a la cuestión obrera, el problema del artesa­no, el de la población rural, el de las clases medias y la crisis familiar. Todas ¡as estructuras comunitarias fueron desapareciendo, atomizando a la sociedad en un conglomerado de individuos, inermes ante  la opresión de los poderosos y  la indiferencia del

Estado.

Hacia 1930 la cuestión social toma un nuevo cariz, al internacio­nalizarse. La crisis financiera se extiende a casi todo el mundo, la segunda guerra sume a los pueblos en la inquietud y la inestabilidad. Numerosas naciones cobran conciencia del desequilibrio creciente entre las naciones industrializadas y aquellos que aún no han salido de una economía rudimentaria de tipo agropecuario. El crecimiento demográfico agrava el panorama ya sombrío. Es la "cuestión del subdesarrollo", abordada por Juan XXIII en Mater et Magistra y por Pablo VI en Populorum Progressio.

La obra de la Iglesia

A   medida   que   las  naciones  occidentales  se   iban   apartando

progresivamente de las convicciones religiosas y de las prácticas morales del catolicismo, la Iglesia fue diagnosticando en forma certera la raíz de los males y puntualizó los principios permanentes de toda auténtica organización social.

Su obra se desarrolló a través de dos medios principales. El uno teórico, el otro práctico. El instrumento teórico lo constituyó la llamada "Doctrina social de la Iglesia"; el instrumento práctico, estuvo dado por la multiplicidad de iniciativas de todo tipo, mediante las cuales aquella doctrina fue aplicada concretamente a las diferentes situaciones y problemas.

La doctrina social de la Iglesia existió desde siempre. Podemos decir que comienza con el evangélico "Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios". La Patrística, la teología medieval, la escolástica del siglo XVI, jalonan su elaboración históri­ca. Pero es a partir del Papa Benedicto XV, que la doctrina es formulada en forma sistemática, metódica a través de las encíclicas papales. Una pléyade de grandes Papas dio una síntesis coherente y completa sobre todos los problemas de orden social contemporáneo a la luz de los eternos principios del derecho natural y del Evangelio.

En el plano de las realizaciones concretas, surgieron por doquier las primeras medidas prácticas para superar la cuestión social. En todos los países católicos se organizaron centros de estudios sociales, que llevaron a cabo las primeras acciones concretas. El círculo vienes de Vogelsang, el centro de estudios sociales de Malinas, fundado por el Card. Mercier, los centros alemanes animados por Mons. Ketteler, los grupos franceses inspirados por Ozanam y por F. Le Play, Albert de Mühn y La Tour du Pin, son otros tantos ejemplos de militancia concreta en lo social.

A estos grupos se debieron la creación del salario familiar, la organización de los sindicatos católicos, la constitución de las primeras mutuales y asociaciones de seguros sociales (accidentes del trabajo, pensiones, etc.) para los mineros austríacos, talleres de capacitación obrera y tantas otras iniciativas admirables realizadas por hombres como León Harmel, modelo del empresario católico.

Nuestro país recibió el influjo de esas iniciativas a través de los grupos del Padre Grote, La J. O. C, los círculos católicos de obreros, las mutuales, etc. cuya admirable historia está aún por escribirse.

 

3.  ¿POR QUE UNA "DOCTRINA SOCIAL"?

Muchas personas se sorprenden al constatar que la Iglesia Católica interviene con frecuencia en el campo de los problemas económicos, sociales, políticos y culturales, mediante una serie de documentos del Magisterio, alocuciones, encíclicas, etc. El Concilio Vaticano II ha reiterado esta actitud permanente de la Iglesia. Tales hechos preocupan, pues no siempre se perciben claramente las razones de tal intervención en terrenos ajenos a lo propiamente religioso. Por otra parte, se observa que esta actitud de la Iglesia al formular una "doctrina social" constituye una verdadera excepción respecto de las demás confesiones religiosas; éstas últimas, rara vez se pronuncian sobre estos temas. ¿No habrá pues, una extralimitación por parte de la Iglesia? Y si no la hay, ¿a qué se debe tal inter­vención y qué alcances tiene?

Razones de una intervención

Buena parte de estas inquietudes son las resultantes del espíritu laicista que imperó durante todo el siglo XIX y, entre nosotros, durante buena parte del presente siglo. El laicismo, característico de liberales y de socialistas, relegaba la Iglesia "a la sacristía"; no admitía la menor vinculación entre religión y orden social. Cuando no han sido abiertamente hostiles a lo religioso, sostenían como postura más benigna la total independencia entre la fe y la vida cotidiana.

La posición de la Iglesia Católica en esta materia es completa­mente diferente a la del laicismo. El Vaticano II la formula con precisión: "La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le asignó es de orden religioso". Pero es precisamente de esta misma misión religiosa que derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina... Las energías que la Iglesia puede comunicar a la actual sociedad humana radican en esa fe y esa caridad aplicadas a la vida práctica. No

radican en el pleno dominio exterior ejercido con medios puramente humanos" (Gaudium et Spes, n. 42).

Pío XII había ya formulado la misma distinción respecto del fin propio de la Iglesia: "Jesucristo, su divino fundador, no le dio ningún mandato ni le fijó ningún fin de orden cultural. El fin que Cristo le asignó es estrictamente religioso... La Iglesia no puede perder jamás de vista ese fin estrictamente religioso, sobrenatural. El sentido de todas sus actividades, hasta el último canon de su Código, no puede ser otro que el de procurarlo directa o indirecta­mente" (9-3-56).

En otras palabras. La Iglesia tiene por misión el conducir los hombres a Dios. Pero los hombres alcanzan su destino eterno, según que respeten o no el designio providencial de Dios, durante su vida en la tierra. De ahí que la doctrina cristiana haya siempre afirmado la vinculación íntima que existe entre el orden natural y el orden sobrenatural, entre la naturaleza y la Gracia, entre la vida terrena y la beatitud eterna.

Un principio teológico fundamental afirma: "La Gracia supone la naturaleza; no la destruye, sino que la sobreeleva". En el orden moral, por ejemplo, no hay perfección cristiana real que no implique la rectitud moral natural. Las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad suponen la práctica de la templanza, la fortale­za, la justicia y la prudencia, que son virtudes humanas. Lo sobrenatural añade, por cierto, mayores exigencias a lo simplemente humano, en razón de la mayor perfección del fin a alcanzar; pero supone siempre, el respeto absoluto de todos los valores humanos. Del mismo modo, existe una profunda correspondencia entre las verdades naturales, al alcance de la razón, con las verdades sobrena­turales contenidas en la Revelación divina. Así como la caridad presupone la justicia, así también la Fe presupone la razón, Chester-ton lo expresaba gráficamente al decir: "Lo que la Iglesia le pide al hombre para entrar en ella, no es que se quite la cabeza, sino tan sólo que se quite el sombrero".

En razón de su misión sobrenatural, la Iglesia debe velar sobre todos aquellos valores y actividades que puedan afectar directa o indirectamente al progreso religioso de los hombres. Su campo específico de acción es lo que hace directamente a la Fe y la moral. Cabe preguntar si esas normas morales pueden regir sensatamente para lo meramente individual o sí, por el contrario, deben abarcar también las actividades sociales de la persona. Evidentemente, la moral incluye ambas dimensiones: lo personal y lo social. "De la forma dada a la sociedad, en armonía o no con las leyes divinas, depende el bien o el mal para las almas" (Pío XII, 1-6-41).

 

Una "doctrina"

La enseñanza pontificia en materia social constituye una doctri­na. Esta presenta tres características principales: 1) síntesis especula­tiva; 2) de alcance práctico y 3) moralmente obligatoria.

Implica una síntesis teórica puesto que contiene y ordena en un todo armonioso, un conjunto de principios que cubren todos los aspectos fundamentales del orden temporal, tanto en lo nacional como en lo internacional.

Pero esa teoría del recto orden humano de convivencia está destinada a iluminar la acción; tiene un alcance práctico. "Todo principio relativo a la cuestión social no debe ser solamente expuesto, sino que debe ser realmente puesto en práctica" (Mater et Magistra, n. 226). CQ¿á fa P°r último, la doctrina reviste un carácter de obligatoriedad +-0C, m°ra'» ya que obliga en conciencia a los cristianos a vivir y obrar en conformidad a sus enunciados: "Esta doctrina es clara en todas sus partes. Es obligatoria; nadie puede apartarse de ella sin peligro para la fe y el orden moral" (Pío XII, 29-4, 1945).

Una doctrina "social"

El punto de partida o la fuente de esta doctrina es doble: la Revelación y la ley natural. Sobre este doble fundamento la Iglesia formula los principios arquitectónicos de todo recto orden social. Es decir, de todo ordenamiento humano.

La necesidad de tal formación, sobre todo en el último siglo y
medio, resulta manifiesta si se considera lo dicho respecto de la
naturaleza y evoluci
ón de la cuestión social. La crisis de la
humanidad se ha ido agravando m
ás y más, abarcando todas las
actividades e instituciones humanas. Crisis de los derechos humanos;
crisis de las familias; crisis de las relaciones laborales, de las
empresas y de las profesiones; crisis de las comunidades nacionales;
crisis del orden internacional. "Tales son los males que padece el
mundo en la actualidad", se
ñalaba Pío XI en 1922 (Ubi Arcano
Dei).                                                                 ,

Una doctrina social "cristiana"

El carácter "católico" de esta doctrina social tiene dos aspectos básicos. Es católica, primeramente, porque es formulada a la luz de los principios eternos del Evangelio y vincula constantemente el orden social con las exigencias de la moral cristiana. Pero lo es también por una razón circunstancial: solo la Iglesia Católica ha emprendido la ardua tarea de criticar todos los desórdenes actuales y formular los principios de su solución.

4. NATURALEZA DEL MAGISTERIO

Necesidad del Magisterio: su origen histórico

En la concepción cristiana, la verdadera Iglesia de Jesucristo es una. Así lo profesa el Credo o símbolo de la fe: Creo en la Iglesia, una... Esta unidad es la Iglesia, como sociedad de todos los fieles consiste esencialmente en una unidad de fe, porque la virtud sobrenatural de fe es el primero de los vínculos que unen al hombre con el Creador: Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo (S. Pablo, Efesios, 4, 5).

El Papa León XIII, en la encíclica Satis Cognitum sobre la unidad de la Iglesia, expone ampliamente la necesidad de un Magisterio que mantenga vigente el mensaje que Cristo trajo a la humanidad. El mandato evangélico acuerda, precisamente, la priori­dad a la difusión de la doctrina: Todo poder me ha sido dado en el cielo y sobre la tierra. Id, pues, y enseñad a todas las naciones... Enseñadlas a observar todo lo que os he mandado (S. Mateo, 28, 18-20). Si la base del catolicismo es la comunión de los fieles en una misma doctrina, resulta absolutamente indispensable asegurar en el seno de la Iglesia la unidad y pureza en la transmisión y profundización de la verdad revelada.

¿A qué se extiende el Magisterio?

León XIII enseña que Jesucristo instituyó en la Iglesia un magisterio vivo, auténtico y además perpetuo, investido de su propia autoridad, revestido del espíritu de verdad, confirmado por milagros, y quiso que las enseñanzas de dicho magisterio fuesen recibidas como las suyas propias. S. Agustín subrayó la importancia del magisterio y su enorme provecho para las almas: Si toda ciencia, aún la más humilde y fácil, exige para ser adquirida, el auxilio de un doctor o de un maestro, ¿puede imaginarse un orgullo más temera­rio, tratándose de libros de los divinos misterios, que negarse a recibirlos de boca de sus intérpretes y sin conocerlos querer condenarlos? (De Utilitate Fidei, 17, 25).

El Magisterio eclesiástico se extiende al conjunto de las verdades de salvación, esto es, a todas las enseñanzas contenidas en la Revelación divina y que son necesarias para que los hombres puedan alcanzar su fin sobrenatural. Pero la Palabra de Dios es infinitamente rica en contenido y no se limita a lo expresamente enunciado en la Sagrada Escritura. Lo explícitamente revelado, contiene a su vez verdades implícitas (revelación virtual) de gran utilidad; la razón humana, iluminada por la fe, puede ir desentrañan­do progresivamente tales verdades. Esta es la labor de la Teología. Así por ejemplo, la Biblia no dice expresamente que la Virgen María haya nacido sin pecado original o que se encuentre en el cielo en cuerpo y alma; la tradición teológica ha ido elaborando estos dogmas a través de los siglos y los Papas Pío IX y Pío XII enunciaron solamente la Inmaculada Concepción y la Asunción de María, respectivamente.

Pero las verdades de fe o dogmas no bastan para asegurar la santificación de los fieles. El Catolicismo afirma que los hombres han de cooperar activamente con Dios en su propia salvación. Por eso dice S. Pablo que la fe sin obras es cosa muerta; la fe debe ser completada por las virtudes de esperanza y caridad. El mensaje cristiano incluye, pues, un conjunto de principios morales que orientan la conducta cotidiana de los creyentes. Estas normas morales forman parte de la Revelación divina, por ejemplo, los diez mandamientos que Dios comunica a Moisés o el "Sermón de la montaña".

Dentro del orden moral, el Magisterio de la Iglesia se extiende también a aquellas normas fundamentales que la sola razón humana puede alcanzar por sí misma. En este caso, la Revelación y el Magisterio no hacen sino ratificar con su autoridad las certezas naturales. "No matar", "No robar", etc. son verdades naturalmente accesibles a todos los hombres, creyentes o no. Pero la Iglesia las ratifica para facilitar su conocimiento y aplicación, dado que el pecado original ha debilitado el poder de nuestro entendimiento y de nuestra voluntad. Esto es particularmente aplicable a la doctrina social de la Iglesia, la cual no hace sino expresar las exigencias de la justicia y de la caridad en el plano de lo económico, de lo social, de lo político y de lo cultural.

En consecuencia, el Magisterio de la Iglesia se extiende a todas las verdades de fe y a los principios morales, tanto revelados como naturales, que son indispensables para la salvación de los hombres.

El Magisterio del Papa: su carisma de infalibilidad

El primado de la Iglesia es ejercido, por voluntad de Jesucristo,

por el Romano Pontífice, sucesor de Pedro: Tu eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (S. Mateo, 16, 23). El magisterio es ejercido dentro de la Iglesia, por el Papa y por los obispos: Fuera de los legítimos sucesores de los apóstoles, no hay otros maestros por derecho divino en la Iglesia de Cristo (Pío XII, 31-5-54).

El Vaticano II en estricta continuidad con el Vaticano I, ha rei­terado las enseñanzas de éste respecto de la infalibilidad del Papa. Es­ta infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia, cuando define la doctrina de fe y costumbres se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad (Lumen Gentium, n. 25). En el mismo documento expresa: "Esta doctrina (del Concilio Vaticano I) sobre la institución, perpetuidad, poder y razón de ser del sacro primado del Romano Pontífice y de su magisterio infalible, el santo Concilio la propone nuevamente como objeto de fe inconmovible a todos los fieles (ídem, n. 18).

 

El Papa ejerce su magisterio en dos formas fundamentales: el magisterio extraordinario y el magisterio ordinario. En el primero define solemne e infaliblemente, la doctrina de fe y de moral, siendo su enseñanza absolutamente irreformable; es lo que el Vaticano I expresó con la fórmula ex cathedra. El magisterio ordinario, en cambio, no presenta necesariamente esta nota de infalibilidad, pues no define solemnemente verdades dogmáticas o morales, y tiene generalmente un carácter pastoral, como el Vaticano II lo ha declarado expresamente de sus propios documentos: "Dado el carácter pasto­ral, el Concilio ha evitado pronunciar de forma extraordinaria dogmas dotados con la nota de infalibilidad; pero sin embargo, ha fortalecido sus enseñanzas con la autoridad del supremo magisterio ordinario; magisterio ordinario y plenamente auténtico que debe ser aceptado dócil y sinceramente por todos los fieles" (Pablo VI, 5-8-64). Debe aclararse que el carácter propio del magisterio ordinario no ha sido precisado hasta ahora en forma oficial, en lo que a su posible infalibilidad se refiere (ver Humani Generis de Pío XII).

 

Debe distinguirse el magisterio pontificio del magisterio episco­pal o magisterio de los obispos. Este último puede asumir la nota de infalibilidad solo en la medida de su unión con el Papa. El Vaticano II declara: "La infalibilidad, prometida a la Iglesia reside también en el Cuerpo de los Obispos cuando ejerce el supremo magisterio en unión con el sucesor de Pedro" (Lumen Gentium, n. 25). Cada obispo no goza por sí de la prerrogativa de infalibilidad, pero puede proponer infaliblemente la doctrina de Cristo, manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el Romano Pontífice.

 

5. EL VALOR DE LAS ENCÍCLICAS SOCIALES

Qué es una encíclica

A partir del pontificado de Gregorio XVI, el Magisterio romano ha empleado cada vez más frecuentemente ciertos documentos denominados "encíclicas". Con este término se designan las Cartas Apostólicas (Litterae Encyclicae) del Magisterio Oficial de la Iglesia, que el Papa dirige a los obispos de una región o país, o bien más generalmente a todos los obispos del mundo, para exponer o reafirmar la doctrina cristiana sobre temas determinados.

Etimológicamente, encíclica deriva del griego y significa: algo circular, redondo y, por extensión, algo completo, acabado. Así por ejemplo el término "enciclopedia" significa un compendio sobre todos los temas. En este sentido, una Carta Encíclica contiene habitualmente una exposición doctrinal completa o, al menos, sufi­cientemente extensa sobre ciertos temas cuyo esclarecimiento... o reafirmación aparece como exigido por las circunstancias.

Naturaleza de las encíclicas sociales

Toda encíclica es un acto del Magisterio ordinario del Papa. En nota anterior se señaló la diferencia entre los actos del Magisterio extraordinario y los actos del Majisterio^ordinano. En estos últimos el Pontífice expone habitualmente y a través de documentos de diversa naturaleza, su enseñanza y sus decisiones concretas de orden pastoral. En este sentido, las Encíclicas constituyen los documentos más formales y extensos del Magisterio ordinario.

Respecto de las "Encíclicas sociales" debe señalarse que la expresión alude a la temática de dichos documentos, sin implicar por ello una forma -o especie particular de los mismos. En esas encíclicas los Papas de los últimos tiempos, especialmente a partir de León XIII, elaboraron un cuerpo doctrinal sin parangón alguno en la~histor¡a humana. En él se contienen los principios rectores de todo orden social auténticamente humano, tanto en lo económico, como en  lo social, lo político y lo cultural. Principios esenciales

que, a manera de estructura arquitectónica deben configurar todo el orden de las relaciones humanas en sociedad.

Tal formulación doctrinal en el campo social no obedece a una suerte de intromisión de la Iglesia en una esfera ajena a su misión, como sostuvo el laicismo. Ella no establece "normas de carácter puramente práctico, casi din'amos técnico", pues ello no le compete (Pío XII, Mensaje de Pentecostés, 1941). Le compete, en cambio, juzgar si las bases de un orden social existente están de acuerdo con el orden inmutable que Dios Creador y Redentor ha promulgado por medio del derecho natural y la revelación (op. cit.). "La ley natural. He ahí el fundamento sobre el cual reposa la doctrina social de la Iglesia. Es precisamente su concepción cristiana del mundo la que ha inspirado y sostenido a la Iglesia en la edificación de esta doctrina sobre dicho fundamento. Cuando combate por conquistar o defender su propia libertad, lo hace por la verdadera libertad, por los derechos primordiales del hombre. A sus ojos esos derechos esenciales son tan inviolables, que contra ellos ninguna razón de Estado, ningún pretexto de bien común podrían prevale­cer" (Pío XII, 25-9-49).

En consecuencia, la Iglesia interviene en el campo social en la medida misma en que éste se vincula al orden moral. En la medida en que una sociedad se edifica en el respeto de la persona y sus derechos, favorece el cumplimiento del sentido cristiano de la vida. En caso contrario, al desconocer en los hechos al hombre y su dignidad propia, dificultará la vigencia de los valores religiosos y, en consecuencia, comprometerá la salvación de las almas.

 

Valor de las encíclicas

La cuestión del valor propio de las Encíclicas del Magisterio ordinario permanece abierta entre los especialistas. El Vaticano I no se pronunció sino sobre el Magisterio extraordinario y el Vaticano II no hace referencia al tema sino en un aspecto particular, aunque muy importante.

El problema se reduce, en última instancia, a saber si el privilegio de la infalibilidad papal se extiende o no al Magisterio ordinario. Una actitud muy simplista y difundida consiste en negar la imperancia a todo acto que no sea ex cathedra. La cuestión dista de ser tan simple y así lo señala Pío XII, en Humani Generis, cuando dice: "Tampoco debe estimarse que lo que es propuesto en las Encíclicas no exige de suyo, el asentimiento, por no ejercer en ellas los Papas el poder supremo de su Magisterio. A lo que se enseña por el ministerio ordinario también se aplica la palabra: 'Quien  a vosotros escucha, a Mí me escucha';  y casi siempre, lo

que está expuesto en las Encíclicas ya pertenece, por otra parte, a la doctrina católica. Si los Papas formulan expresamente en sus actos un juicio sobre una materia hasta entonces controvertida, todo el mundo comprende que esa materia, en el pensamiento y voluntad de los Sumos Pontífices, ya no puede ser en adelante considerada como una cuestión libre entre teólogos".

Siguiendo a Paul Ñau O. S. B., el mejor expositor de este difícil tema, cabe señalar que ninguna Encíclica aislada puede aspirar a la infalibilidad de una definición rigurosa de la fe. Pero esa infalibili­dad se halla implicada estrictamente cuando se da la total conver­gencia sobre una doctrina en una serie de documentos, pues tal continuidad excluye por sí toda posible duda respecto del contenido auténtico de la enseñanza romana. (Une source doctrinales: les Encycliques, ed. du Cedre, París, 1952, p. 75). Es la coherencia, la constancia, la insistencia de una misma doctrina la que asegura, al menos, la equivalencia práctica de la inerrancia.

Así lo reafirma el Vaticano II, al insistir en que los documentos del Magisterio ordinario obligan en conciencia a todos los fieles: "Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo" (Lumen Gentium, n. 25).

 

6. COMO INTERPRETAR  LOS DOCUMENTOS PONTIFICIOS

Una dificultad muy corriente en materia de doctrina social de la Iglesia consiste en creer que tales documentos son de "uso exclusi-vo" de los Obispos y teólogos o, al menos, restringidos a una élite limitada. Tal confusión suele basarse en la creencia gratuita, en la dificultad de interpretar correctamente los documentos pontificios; otras veces se alega que los mismos documentos dan pie a interpreta­ciones divergentes, peligrosas, etc., razón por la cual se concluye que "mejor es no meterse".

 

Saliendo al cruce de tales objeciones, Pi'o XII señaló que dicha doctrina "es clara en todas sus partes" y afirmó su carácter obligatorio para todo católico (294-45). Cierto es que la claridad de las enci'clicas no implica necesariamente que cada uno de sus párrafos sin excepción, sean de una total claridad y no den pie a ninguna divergencia interpretativa. Pero el que tales cosas ocurran no prueba la ambigüedad ni la dificultad de la doctrina, sino que traduce nuestras imperfecciones, nuestros apriorismos, o nuestras precipitaciones personales.

Por otra parte, la doctrina social se dirige primeramente a los Obispos, en cuanto que ellos participan en la obligación de enseñar la verdad cristiana a los fieles, sin retaceos ni falsos compromisos. Pero son los laicos los directamente llamados a aplicar ese cuerpo de principios a la sociedad de la cual forman parte. El mayor error consistin'a en hacer caso de tales objeciones y abandonar el estudio metódico de una doctrina tan elevada, profunda y armoniosa, pues ello implicarfa renunciar al deber de dar testimonio cotidiano de Cristo.

Las reglas de interpretación

Resulta conveniente recordar algunos principios básicos y de buen sentido, en la interpretación de aquellos textos pontificios o conciliares de interpretación controvertida. Podemos resumirlas en las siguientes reglas:

 

1) Establecer o restablecer el texto auténtico del pensamiento
pontificio.

Resulta manifiesto que la mejor garantía de una buena interpre­tación es partir del texto oficial del Magisterio papal y no de versiones poco seguras. Al respecto conviene recordar que el texto oficial de un documento papal es aquel que se publica en las Acta Apostolicae Sedis, editada en el Vaticano. El texto oficial es casi siempre el redactado en latín; ninguna traducción puede reemplazar la referencia al texto latino. Pero, en general, uno puede remitirse a las traducciones publicadas en L'Osservatore Romano, aunque con la salvedad antes expresada. Las traducciones o ediciones hechas por particulares valen según su fidelidad al original. Un ejemplo conoci­do es el del término "socialización"; que algunos han pretendido utilizar como sinónimo de socialismo, cuando el texto latino de Mater et Magistra habla de "aumento o incremento de las relaciones sociales", lo cual nada tiene que ver con el socialismo.

2) Analizar cuidadosamente las expresiones del Papa.

Los documentos papales son objeto de una redacción muy pulcra y meditada, luego de numerosas consultas con teólogos y especialistas, según la importancia del tema. Por lo tanto, no resulta serio hacer afirmaciones a la ligera, sin tener en cuenta los matices con que cada principio es formulado. Esto requiere cierto estudio y no el contentarse con una somera lectura,

3) Aclarar el texto verificando los textos paralelos en los que el
mismo tema haya sido abordado.

Esta es una regla fundamental, pues la experiencia muestra que las mayores dificultades desaparecen al aplicarla. Los textos parale­los son aquellos otros pasajes, de otras encíclicas o alocuciones, en los cuales un Papa ha tocado el mismo problema u otro similar. Al constatar la admirable continuidad de pensamiento que caracteriza a las encíclicas, uno puede aclarar un pasaje difícil mediante los demás documentos. Este recurso elimina casi todas las dificultades de interpretación. Para ello se requiere un conocimiento adecuado de los documentos más importantes, lo cual pone a prueba nuestra constancia y seriedad.

4) La interpretación debe ir del todo a la parte y de la parte al
todo.

 

Cada pasaje debe ser ubicado en su contexto inmediato, de modo tal que a partir de cada principio fundamental uno pueda

armonizar el contenido del resto y, recíprocamente, el conjunto del texto debe ¡luminar cada uno de los párrafos.

5) Considerar las circunstancias que han originado el documento.

Cada documento emana de una preocupación del Papa frente a situaciones o problemas concretos, más o menos generales. Asi' por ejemplo, los discursos de Pablo VI a las Naciones Unidas o a la O. I. T. se dirigen a cierto auditorio, en determinadas circunstancias. Mediante el análisis de tales elementos, uno puede comprender mejor la intención pontificia y medir el grado de universalidad o generalidad de la doctrina expuesta, según que se refiera a un contexto muy particular o a problemas humanos esenciales.

6) Distinguir claramente lo doctrinal de lo prudencial.

Todo acto del Magisterio encierra una enseñanza determinada, esto es, un conjunto de principios doctrinales referidos a un problema dado. El enunciado de los principios reviste de suyo un carácter universal, o sea válido para la totalidad o la mayoría de los casos. Pero además de enunciar principios, las enclíclicas y alocucio­nes incluyen referencias de tipo prudencia, es decir aplicaciones a situaciones o ejemplos particulares. Estos últimos no tienen el mismo alcance universal de los principios doctrinales, pues implican juicios o aplicaciones a casos particulares, en función de las circuns­tancias propias de cada caso. En estos aspectos prudenciales, resulta­ría posible cierta inadecuación o confusión por parte del Pontífice, pues en materia tan compleja no compromete al Magisterio como tal. Pero el buen sentido indica que, antes de discrepar con una apreciación prudencial del Papa debemos inclinarnos en principio a seguir su juicio y aguzar la razón para captar cuáles son los motivos que puedan fundamentarlo. Lo mismo cabe decir con las consignas prácticas o las exhortaciones que casi siempre incluyen los documen­tos pontificios; su valor se limita a lo prudencial pero no por eso deben ser desoídos ni descuidados.

7) Aclarar el texto a la luz de la teología y de la filosofía.

El contenido de los documentos suele incluir referencias a los Papas anteriores y a las obras de los Padres de la Iglesia y los Doctores. Tales referencias no son recursos de falsa erudición, sino orientaciones concretas que el Papa da para garantizar la recta comprensión de la doctrina que enuncia. Por eso los fieles tienen que recurrir a las enseñanzas de la tradición teológica y filosófica del Cristianismo a lo largo de los siglos. Al respecto cabe señalar el lugar eminente que tiene en la Iglesia la doctrina de Santo Tomás de Aquino, único Doctor Universal, pues en sus obras hallamos el más firme fundamento filosófico y teológico de toda buena formación religiosa. Así lo reitera el concilio Vaticano II en dos documentos: Optatam Totius y Gravissimum Educationis.

 

7. ¿EXISTE ACASO UN ORDEN NATURAL?

La cultura moderna ha ido perdiendo gradualmente el sentido del orden a medida que la filosofía se fue desvinculando de la realidad cotidiana para refugiarse en un juego mental, sin contacto con las cosas concretas. Como consecuencia de este proceso históri­co, el hombre fue reemplazando los datos naturales de la experien­cia con las construcciones de la razón y de la imaginación.

Las negaciones modernas del orden

Asi' han surgido en los últimos dos siglos diversas doctrinas, a veces opuestas entre sí, pero cuyo común denominador consiste en la negación de un orden natural.

El materialismo positivista, el relativismo, el existencialismo, coinciden en negar la regularidad, la constancia, la permanencia de la realidad y, en particular, la existencia de una naturaleza humana y de un orden social natural que sirvan de fundamento a las normas morales y a las relaciones sociales.

El materialismo positivista sostiene que todo el universo, tanto físico como humano, está constituido por un único principio que es la Materia. Afirma que la materia está en movimiento y trata de justificar la variedad de seres de toda especie que existen en nuestro planeta, diciendo que las diversas partículas materiales van cambian­do de lugar, se asocian como consecuencia de fuerzas mecánicas, que se irían combinando por un azar gigantesco. El azar cósmico es erigido para poder negar la existencia de Dios y su inteligencia ordenadora del mundo.

Por su parte, la corriente relativista niega la existencia de toda realidad permanente. Apoyándose en la experiencia del cambio, de las variaciones que se dan tanto en la realidad física como en la humana, el relativismo niega toda verdad trascendente y todo valor moral universal. En semejante concepción todo conocimiento, toda norma ética, toda estructura social, son relativos a un tiempo dado y en un lugar determinado, pero pierden toda vigencia en otros

casos. Todo cambia, todo se transforma incesantemente, sin que pueda hablarse de un orden esencial.

En forma semejante al relativismo, la corriente existencialista hace hincapié en la contingencia, en las incesantes variaciones que afectan a la condición humana. El hombre carece de naturaleza proclama el existencialista ateo Jean-Paul Sartre y al no tener una naturaleza, tampoco existe un Autor de la naturaleza, es decir, Dios (ver L'existentialisme est un humanisme, Ed. Nagel, París, 1968, p. 22). En consecuencia, el hombre se construye a sí mismo a través de su libertad; es el mero "proyecto de su libertad", carece de esencia y solo existe en un mundo absurdo, sin orden ni sentido alguno. Ne hay por lo tanto otra moral que la que cada individuo se fabrica para sí. El existencialismo es un subjetivismo radical, en el cual se esfuma toda referencia a la realidad objetiva.

La raíz del error

En todos estos apóstoles del cambio por el cambio mismo, el rechazo de la Naturaleza y su orden procede de un mismo, error fundamental. Participan de la falsa creencia de que hablar de "esencia" de "naturaleza", de "orden", implica caer en una postura rígida, inmóvil, totalmente estática. Esto es totalmente gratuito, pues no hay conexión alguna entre ambas afirmaciones.

El problema real consiste en explicar el cambio, el movimiento. Para poder hacer debemos reconocer que en toda transformación hay un elemento que varía y otro elemento que permanece. Si así no fuera, no podríamos decir que un niño ha crecido, que una semilla ha germinado en planta o que nosotros somos los mismos que nacimos alguna vez, hace 20, 30 o 70 años... Si nada per­maneciera, tendríamos que admitir que el niño, la planta o nosotros mismos, somos seres absolutamente diferentes de aquéllos. Para que haya cambio debe haber algo que cambió, es decir, un sujeto del cambio. De lo contrario, no habría cambio alguno.

La filosofía cristiana opone a estos errores una concepción muy distinta y conforme a la experiencia. Más allá de todo cambio, hay realidades permanentes: la esencia o naturaleza de cada cosa o ser. La evidencia del cambio no solo no suprime esa naturaleza sino que la presupone necesariamente. La experiencia cotidiana nos muestra que los perales dan siempre peras y no manzanas ni nueces, y que los olmos no producen nunca peras. Por no sé qué deplorable "estabilidad" las vacas siempre tienen terneros y no jirafas ni elefantes y, lo que es aún más escandaloso, los terneros tienen siempre una cabeza, una cola y cuatro patas... Y cuando en alguna ocasión aparece alguno con cinco patas o con dos cabezas, el buen

sentido exclama espontáneamente. " ¡Qué barbaridad, pobre ani­mal, qué defectuoso! ". Reacciones que no hacen sino probar que no solo hay naturaleza sino que existe un orden natural. La evidencia de este orden universal, es lo que nos permite distinguir lo normal de lo patológico, al sano del enfermo, al loco del cuerdo, al motor que funciona bien del que funciona mal, al buen padre del mal padre, a la ley justa de la ley injusta.

La ciencia confirma la existencia de un orden

El simple contacto con las cosas nos muestra, pues, que lo natural existe en la intimidad de cada ser. Esa naturaleza es la explicación de las operaciones y actos de cada ser. Porque la hormiga es lo que es, puede caminar y alimentarse y defenderse como lo hace; porque el hornero es como es, puede construir su nido tal como lo hace; porque el hombre es como es naturalmente, puede pensar, sentir, amar y trabajar "humanamente"...

Pero la ciencia nos aporta una confirmación asombrosa a la constatación no solo de que cada ser tiene una esencia o naturaleza, sino de que esa naturaleza no es el fruto de un Azar ciego, sino que posee un Orden, una jerarquía, una armonía que se manifiesta en todos los seres y en todos los fenómenos.

La simple observación nos muestra, en efecto, que hay leyes naturales que presiden los fenómenos físicos y humanos. El hombre siempre se ha admirado de la regularidad de la marcha de los planetas, de las innumerables constelaciones; siempre se asombró del ritmo de las estaciones, de las mareas, de la generación de la vida. Pero el progreso científico actual, la física y la química contempo­ráneas nos dicen que una simple molécula de proteína contiene 18 aminoácidos diferentes, dispuestos en un orden bien estructurado. Una sola molécula de albúmina incluye decenas de miles de millones de átomos, agrupados ordenadamente en una estructura disimétrica. Hoy sabemos que un ser vivo está constituido principalmente por moléculas de proteínas que contienen entre 300 y 1000 aminoáci­dos. Las transformaciones químicas de las células son catalizadas por enzimas, que a su vez poseen estructuras particulares. Un solo organismo unicelular posee una multitud de proteínas, a más de lípidos, azúcares, vitaminas, ácidos nucleicos. ¿Cómo explicar enton­ces a la luz de estas constataciones que la estructura íntima de la materia en sus niveles más elementales exige un ordenamiento tan perfecto, tan delicado, tan constante, para poder producir el más simple de los seres vivos? Si a ello sumamos la existencia no de uno sino de millones de millones de organismos monocelulares y la complejidad pavorosa de los organismos más complejos, ¿cómo sostener que un Azar ciego preside tanta maravilla? El moderno cálculo de probabilidades prueba la imposibilidad de una pura combinación fortuita.

En consecuencia, ni el azar ciego del materialismo, ni el relativismo, ni el subjetivismo existencialista, pueden explicar el orden asombroso del cosmos físico y de la vida humana.

Por otra parte, ¿cómo explicar lógicamente la incoherencia de los relativistas, para quienes -como ya lo puntualizó Aristóteles hace 25 siglos- todo es relativo salvo el propio relativismo?...

 

8. ORDEN NATURAL Y DERECHO NATURAL (I)

En la nota anterior se puso de manifiesto la existencia de un orden natural, a través de las asombrosas regularidades que rigen los fenómenos físicos, químicos, biológicos y humanos.

Corresponde ahora determinar si la naturaleza del hombre incluye necesariamente ciertas leyes o normas que deban ser respeta­das por cada persona en su obrar cotidiano. En otras palabras, ¿existe acaso una ley natural, un derecho natural?

Origen del concepto

Desde la más remota antigüedad, los hombres han reconocido que la validez de ciertas normas de conducta escapaban al arbitrio de los legisladores humanos y tenían un origen superior. La Antígona de Sófocles, heroína del derecho natural, enuncia clara­mente esta creencia común a la Antigüedad: hay leyes de origen divino, que deben ser respetadas por los gobernantes. Por su parte Cicerón lo expresó claramente en el De Legibus: "En consecuencia, la ley verdadera y primera, dictada tanto para la imposición como para la defensa, es la recta razón del Dios supremo" (||, c. V, 11).

Los pueblos de la antigüedad, situados históricamente antes de la Encarnación de Cristo, participaban, pues, de la convicción* de que existe un orden natural emanado de Dios y que es principio de regulación moral de los actos humanos.

Esta afirmación de ciertos derechos como naturales o esenciales al hombre, se mantuvo a través de los tiempos. Es curioso constatar que, aun cuando tal concepto haya sido negado por algunos autores positivistas (Bergbohm, Kelsen, etc.), la noción de derecho natural reaparece constantemente cada vez que se cuestionan los fundamen­tos de un orden jurídico o de una ley. Por eso Rommen habla del "eterno retorno" del derecho natural. El caso reciente más significa­tivo ha sido el proceso de Nüremberg sobre los crímenes de guerra nazis pues ninguna ley positiva había previsto el delito de "genoci­dio". Hechos análogos han llevado a grandes juristas como Radbruch

o Del Vecchio a reconocer la existencia de un orden supra-legal, que sirva de fundamento a las leyes humanas.

¿Qué es el Derecho Natural?

Podemos decir que el derecho natural "es lo que se le debe al hombre en virtud de su esencia", esto es, por el simple hecho de ser hombre. El derecho natural incluye un conjunto de principios o normas que todo hombre por ser tal puede considerar y exigir como suyo, como algo que le es debido.

El Papa León XIII lo ha expresado claramente al decir: "Tal es la ley natural, primera entre todas, la cual está escrita y grabada en la mente de cada' uno de los hombres, por ser la misma razón humana mandando obrar bien y prohibiendo pecar. Pero estos mandatos de la razón humana no pueden tener fuerza de ley sino por ser voz o intérprete de otra razón más alta a la que deben estar sometidos nuestro entendimiento y nuestra libertad" (Ene. Liber­tas).

El derecho natural está integrado por todos aquellos principios que los hombres conocen espontáneamente y con seguridad, aplican­do su razón natural al conocimiento de su propio ser y de los bienes que le son connaturales y necesarios.

¿Por qué llamamos a estas normas derecho "natural"? Por un doble motivo: 1) porque son descubiertos naturalmente por nuestra razón, ya que la evidencia de su contenido se impone espontánea­mente a todos los hombres; y 2) porque son derechos relativos a la esencia o naturaleza del hombre. Así por ejemplo, el derecho a conservar la propia vida, a contraer matrimonio, a educar a sus hijos, a recibir una educación intelectual y moral, etc., son derechos esenciales a toda persona. Basta una simple consideración de lo que es el ser humano y de los bienes que le son necesarios para 'vivir humanamente', para que surja la evidencia de que todo individuo posee los derechos antes mencionados.

Por otra parte, todo lo que no es esencial al hombre, queda incluido en el llamado derecho positivo, que es aquel que dicta la autoridad competente. Mientras el derecho natural puede ser deduci­do del propio ser del hombre, las normas del derecho positivo no pueden ser deducidas de la naturaleza humana y requieren una decisión de la autoridad política. Así, por ejemplo, el derecho a la vida es algo "natural", como vimos; pero la norma que me impone que debo conducir mi automóvil por la derecha y no por la izquierda, es algo meramente impuesto por el legislador.

Si bien ambos tipos de leyes son necesarios y se complementan mutuamente, resulta manifiesto que la ley natural debe ser el

fundamento de la ley positiva. Si asi' no fuera se seguirían tremen­das injusticias como las que caracterizan a los regímenes totalitarios, como el comunismo o el nacional-socialismo (Pío XII, Alocución del 13-11-49).

Las características del derecho natural

Podemos resumir las propiedades del derecho natural en tres notas básicas: universalidad, inmutabilidad y cognoscibilidad.

La universalidad corresponde a la validez del derecho. Dado que deriva directamente de la humana naturaleza, el derecho natural obliga a todos los hombres sin excepción. Resultaría, por otra parte, contradictorio hablar de una ley natural que no rija para todos los individuos que poseen la misma naturaleza.

La inmutabilidad se refiere a la permanencia del derecho. Mientras las leyes positivas deben ser adaptadas, ajustadas después de cierto tiempo, por la diversidad de situaciones a que deben atender, las normas del derecho natural siempre perduran y no son modificables ni derogables. Las leyes humanas pueden ser hasta abolidas si las circunstancias lo exigen; la ley natural perdura siempre. La razón de la permanencia estriba en que la naturaleza humana no sufre cambios esenciales. Esto no implica desconocer el carácter "histórico" del hombre, ni la importancia de los cambios culturales; solo se afirma que tales cambios por importantes que fueren, no afectan al hombre en su esencia.

Por último, la cognoscibilidad hace referencia al conocimiento del derecho. El derecho natural es captado espontáneamente por la conciencia moral del individuo; desde la infancia vamos viviendo el contenido concreto de las normas naturales, reconociendo la malicia del robo y de la mentira, por una parte, y por Ja otra, la bondad de la lealtad, del heroísmo, dei afecto, de la vida, de la propiedad, etc.

 

 

9. ORDEN NATURAL Y DERECHO NATURAL (II)

En la nota anterior hemos explicado el concepto del llamado Derecho Natural, señalando qjje el calificativo de "natural" significa "la esencia del hombre, en cuanto fundamenta un modo de obrar propio y obligatorio para todo individuo, por el solo hecho de ser hombre. Corresponde ahora determinar cómo captamos su existencia y cuáles son los principios o normas que contiene.

Existencia det derecho natural

La existencia de un orden natural humano se verifica en nuestra experiencia personal de un modo cierto y evidente, que excluye toda duda seria. Así lo reitera el Vaticano II cuando afirma que "en lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer" (Gaudium et Spes, n. 16; idem en Dignitatis Humanae.n. 3) Esto vale para todos los hombres sin excepción.

El ser humano es por esencia racional y libre. Su inteligencia es apta para conocer la verdad y formular juicios rectos, tanto en el plano de la teoría como en el plano de la acción. De no ser así la vida humana sería algo imposible, como sabemos por experiencia. En el ejercicio de nuestra razón, descubrimos espontáneamente y con certeza que poseemos ciertas tendencias naturales fundamenta­les, que brotan de nuestro ser; por ejemplo, que tendemos a conservar nuestra vida y a protegerla de todo riesgo, a usar los bienes materiales, a vivir en sociedad, a formar una familia, etc.

Sabemos igualmente con certeza que el respeto de tales inclina­ciones naturales resulta indispensable para alcanzar nuestra felicidad o perfección personal. En otras palabras, solo cuando los hombres observan en la práctica ese orden natural y son fieles a sí mismos, logran vivir "humanamente" esto es, dignamente y en plenitud. Lo mismo vale para las sociedades humanas, según que respeten o no las exigencias de este orden esencial humano.

La experiencia diaria, lo mismo que la experiencia histórica de la

humanidad atestiguan que no se alcanza la perfección personal ni una duradera convivencia social, si no es en la observancia cabal de las inclinaciones humanas fundamentales. Nadie puede ser feliz si vive "instalado" en la mentira, en el robo, en el erotismo desenfre­nado, o en la injusticia.

Por otra parte, todos reconocemos espontáneamente que no todo derecho tiene como único origen la ley positiva o los usos sociales. La experiencia de la injusticia de ciertas leyes o convenios, sólo es posible en la afirmación de derechos superiores, de otro origen: "Aún la más profunda o más. sutil ciencia del derecho no podría utilizar otro criterio para distinguir las leyes injustas de las justas, el simple derecho legal del derecho verdadero, que aquel que se percibe ya con la sola luz de la razón por la naturaleza de las cosas y del hombre mismo, aquel de la ley escrita por el Creador en el corazón del hombre y expresamente confirmada por la Revela­ción" (Pío XII, 13-11-49).

Asimismo, nuestra conciencia moral atestigua permanentemente la vigencia del orden natural. Quien vive de la coima o miente, puede escapar a la sanción social, al desprestigio, etc., si no es descubierto, pero no escapa al "tribunal interior" de la propia conciencia.

El contenido del Derecho Natural

El ser humano posee tres inclinaciones esenciales. En primer lugar, y como todos los demás seres, tiende a la conservación de su existencia. En segundo lugar y como todos los seres vivos, tiende a la propagación de la vida humana, es decir, a la conservación de la especie. Por último como ser racional que es, tiende a su perfección humana, intelectual y moral, social y religiosa.

Estos tres niveles de las tendencias naturales originan los diversos derechos esenciales de la persona humana, agrupados en tres órdenes correspondientes. Al primero corresponden el derecho a la vida, a la integridad corporal, al cuidado de la salud, a la disposición de los bienes materiales, a la propiedad privada, etc. En igual sentido a este primer orden se vincula la condenación del homicidio, de la tortura, del aborto, del suicidio, del robo, etc.

Al segundo orden, relativo al bien de la especie humana, corresponden el derecho al matrimonio, a la procreación, a la educación de los hijos. En este orden se fundamenta el repudio de las relaciones prematrimoniales, del adulterio, de la homosexualidad, de los métodos anticonceptivos, del divorcio, etc.

Al tercer orden, referente a lo propiamente humano, correspon

den el derecho a la verdad, al obrar libre y responsablemente, al obrar virtuoso, a la convivencia social, al conocimiento de Dios y a la práctica del culto divino, etc.

¿Existe un orden entre estos derechos?

Debe señalarse que todo el orden de las normas morales depende de un primer principio ético, evidente por sí mismo: "Hay que hacer el bien y evitar el mal". De este principio dependen los tres órdenes de derechos antes mencionados, pues cada uno de ellos no es sino la aplicaciónx> concreción de la noción de bien a un aspecto particular de la vida humana. Este principio no admite ninguna excepción y excluye toda posibilidad de error.

Por otra parte, el conocimiento que poseemos de los derechos naturales no es igual para todos ellos, ya que unos derivan a manera de conclusiones de los más fundamentales. Estos últimos reciben la denominación de "preceptos primarios", mientras que los de ellos derivados son "preceptos secundarios". El derecho a la vida, por ejemplo, implica como consecuencia el derecho a la libre disposición de los bienes materiales, pues estos son indispensables para la conservación de la existencia; a su vez la libre disposición de los bienes implica el derecho a la propiedad privada. Santo Tomás califica a este último de "derecho secundario" pues presupone otros anteriores y aún más fundamentales.

Esta distinción tiene importancia, pues los principios secundarios no son necesariamente conocidos por todos los individuos con evidencia, pues suponen cierto discurso de la razón. Cuanto más se alejan de los preceptos primarios, tanto mayor es el peligro de error. Pero lo dicho no implica que pierdan su carácter de "naturales" o esenciales.

¿Cómo se explican tantas infracciones al orden natural?

Cotidianamente constatamos que muchos individuos, a veces sociedades enteras admiten como actos lícitos, ciertos comporta­mientos contrarios a la ley natural. Prueba de esto es la extremada variedad de los usos y de las reglas morales vigentes en pueblos diferentes, a lo largo del tiempo y del espacio. ¿Cómo se explica este fenómeno?

Diversas razones existen para explicar tales conductas. Las principales son las siguientes: 1) El que un individuo sepa cómo debe actuar moralmente según el

orden natural, no garantiza en absoluto que cada uno de sus

actos sean rectos.

  1. Hay situaciones muy complejas en las cuales no resulta fácil discernir cuál es el comportamiento ético más adecuado. En tales casos son frecuentes los errores.

  2. Los pueblos primitivos no alcanzaron un conocimiento suficien­temente claro de algunos principios naturales, por la hostilidad del medio o un desarrollo intelectual muy rudimentario. Por ejemplo, los onas no contaban sino hasta dos, ¿cómo podrían descubrir ciertas normas?

  3. La fuerza de las costumbres, las tradiciones ficticias, la difusión de doctrinas erróneas hacen peligrar la rectitud de mucha gente. El erotismo actual pone a prueba al hombre contemporáneo en materia de aborto, de divorcio, de relaciones prematrimoniales, etc., con el consiguiente peligro de oscurecer su conciencia moral, aún en aspectos básicos.

Nota: Consultar J. Messner, Etica social, política y económica a la luz del derecho natural, Rialp, Madrid; E. Welty, Catecismo social, vol. 1, Herder, Barcelona.

 

10. LA PERSONA HUMANA Y SU DIGNIDAD

En las notas anteriores se ha puesto de relieve la existencia de la persona humana, cuyo último fundamento es la "ley eterna" o sea, la sabiduría divina en cuanto ordena y dirige hacia su fin la totalidad de los fenómenos y actividades del universo. El orden natural es así fundamento de los llamados "derecho naturales" de la persona humana. Corresponde explicar de un modo más preciso cuáles son los caracteres esenciales de la persona para poder entender cuál es la raíz de su dignidad peculiar.

Persona y naturaleza racional

A diferencia de los animales, el hombre posee por esencia una naturaleza racional. El conocimiento humano trasciende las limita­ciones de la sensibilidad y capta, en el seno de cada realidad, su constitución esencial, lo que cada cosa es. Sabemos por experiencias que alcanzamos, a partir de los datos individuales sensibles, ideas o conceptos universales, susceptibles de ser aplicados a muchos indivi­duos. Cuando, por ejemplo, decimos: "hombre", "silla", "árbol", etc., tales conceptos son aplicables a muchos objetos individuales, que no han sido percibidos por nuestros sentidos.

La universalidad propia de nuestro conocimiento intelectual explica la espiritualidad de nuestra alma, pues la actividad racional es independiente de todo órgano corporal. Tal independencia asegu­ra al alma humana su incorruptibilidad, pese a formar un cuerpo susceptible de destrucción. A su vez, si el alma humana no se destruye al morir el hombre subsiste aún separada del cuerpo; en otras palabras, es inmortal. Tales afirmaciones, ya formuladas por Aristóteles en su tratado Del alma, han sido constantemente reafir­madas por la Iglesia a lo largo de toda su historia: "Así como nadie ha hablado de la simplicidad, espiritualidad e inmortalidad del alma tan altamente como la Iglesia Católica, ni la ha asentado con mayor constancia, así también ha sucedido con la libertad; siempre ha enseñado la Iglesia una y otra cosa y las defiende como dogma de fe" (León XIII, Ene. Libertas, n. 5).

 

La capacidad intelectual del hombre constituye su esencia. Asi' se expresa comúnmente al definir al ser humano como "animal racional". El hombre puede conocer mediante su inteligencia la totalidad de lo real. Su conocimiento tiene por objeto la esencia de las cosas y, pese a todas las limitaciones y los riesgos propios de la condición humana, alcanza la verdad. La sed natural por la verdad es la rai'z del progreso humano. La aspiración a conocerlo todo y a alcanzar un conocimiento verdadero de las cosas, tiene una doble dimensión, teórica y práctica. Por la primera, el hombre contempla, considera todo lo real para captarlo tal cual es; esta actividad teórica es la base de los conocimientos científicos. Por la segunda, el hombre conoce las cosas, con miras a dirigir su acción.

Persona y libertad

Al aplicar su capacidad de conocimiento al plano de la acción, surge otra propiedad esencial del ser humano: su condición de ser libre. ¿En qué consiste esta libertad? Alguien es libre, cuando es dueño de sus actos, cuando es causa de sus actos. El dominio de los propios actos o libertad, es una cualidad de los actos humanos.

A diferencia del comportamiento animal, que obedece al instin­to, la conducta de la persona es la consecuencia de sus propias decisiones. Es el propio individuo quien delibera, decide y actúa en consecuencia; sus actos le pertenecen, por cuando él mismo los orienta hacia los fines de su vida. A través de sus actos voluntarios el hombre tiende a realizar el bien, que es el objeto propio de su voluntad. Para que un acto sea voluntario, debe el sujeto actuar con conocimiento del fin y con libertad.

La libertad humana tiene por raíz a la inteligencia. Al poder conocer mediante la razón una infinidad de cosas, la voluntad puede tender a un sinnúmero de objetos, para el logro de su bien o plenitud. Pero como ninguna cosa particular puede significar toda la felicidad del ser humano, éste permanece libre frente a todos los bienes particulares que conoce; por lo tanto, puede elegir entre ellos, los más convenientes para alcanzar su perfección o plenitud personal. Solo Dios contemplado "cara a cara" en la visión beatífica puede colmar el anhelo de perfección de la persona. Respecto de todos los bienes creados, el hombre es libre.

Las cosas existentes son para el sujeto otros tantos medios para su propia realización. Al elegir entre ellas, el hombre "se elige a sí mismo", diciendo su destino. Claro está que esa libertad no es absoluta, como predicó erróneamente el liberalismo; la libertad humana está condicionada por múltiples factores (herencia, tempera­mento, educación, medio social). Al decidir del sentido de su vida,

el sujeto debe obrar según su razón, en función de los medios más aptos que su inteligencia capta. En consecuencia, ninguna persona es "libre de hacer lo que se le ocurra", pues su libertad está regulada por bienes y normas objetivas, que su razón descubre.

Persona y responsabilidad

De las propiedades señaladas (razón y libertad), surge una tercera: la responsabilidad. El hombre es responsable de sus actos.

El concepto de responsabilidad supone que el sujeto es capaz de responder por las consecuencias de sus actos. Un niño es capaz de romper un vidrio, pero es incapaz de reparar el daño causado por su acción; por eso vive bajo la dependencia de sus padres. La persona madura, adulta, puede y debe responder por los efectos de sus decisiones de cada día, por los valores que ha realizado u omitido, por el sentido que ha dado a su vida toda.

La dignidad personal

Podemos comprender ahora en qué consiste la dignidad de la persona. Digno es lo que tiene valor en sí mismo y por sí mismo. "El hombre logra esta dignidad (humana) cuando, liberado total­mente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes" (Vaticano II, Gaudium et Spes, n.

17).

Esta concepción de la dignidad personal que hace del hombre algo "sagrado" tiene tres consecuencias fundamentales respecto del orden social. La primera es que la sociedad política se ordena a la perfección de las personas: "La ciudad existe para el hombre, no e| hombre para la ciudad" (Pío XI, Divini Redemptoris). La segunda consiste en que la condición de persona, hace al hombre sujeto de derechos: "En toda convivencia bien organizada y fecunda hay que colocar como fundamento el principio de que todo ser humano es 'persona', es decir, una naturaleza dotada de inteligencia y de voluntad libre y que por lo tanto de esa misma naturaleza nacen directamente al mismo tiempo derechos y deberes que, al ser universales e inviolables, son también absolutamente inalienables". (Juan XXIII, Ene. Pacem in Terris, n. 6).

Por último, toda recta concepción del bien común político

requiere concebir al hombre como agente activo de la vida social;

El hombre en cuanto tal, lejos de ser tenido como objeto y

elemento pasivo, debe por el contrario ser considerado como sujeto,

fundamento y fin de la vida social" (Pío XII. Aloe, del 24-12-44).

 

 

No podríamos terminar esta nota sin recordar que la última raíz de la dignidad humana reside en su carácter de imago Dei, imagen de Dios, llamado por El a participar eternamente de la plenitud de su gloria: "La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios" (Gaudium et Spes, n. 19).

11. LOS DERECHOS ESENCIALES DE LA PERSONA

Una vez analizado el concepto de persona humana y de la dignidad que le es propia, corresponde considerar cuáles son los derechos fundamentales de toda persona, a la luz de esta afirmación importantístima del Vaticano II. "La persona humana es y debe ser el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones" (Gaudium et Spes, n. 25; idem. Pío XII, Alocución del 24-12-44).

El error del positivismo jurídico

El positivismo filosófico del siglo pasado, en su esfuerzo por revalorizar el conocimiento sensible ante las negaciones racionalistas, formuló una concepción materialista y evolucionista del hombre, negando validez a todo conocimiento metafísico y toda posibilidad de una moral universal.

Esta concepción estrecha del ser humano tuvo gran influencia en la ciencia jurídica de fines del siglo pasado y principio del actual. Las teorías de Lombroso, Ferri y Garófalo en Italia, el mismo José Ingenieros en la Argentina, son ejemplos claros de la influencia positivista. Aún en nuestros días, el positivismo jurídico sigue ejerciendo su influencia en algunos pensadores calificados como Kelsen, Hart, Ross, Olivecrona y Bobbio.

El positivismo jurídico consiste esencialmente en reducir el derecho y la justicia a lo establecido en la ley positiva que dicta la autoridad política. Por ello niega validez a la doctrina del derecho natural, reduce la moral y la justicia a una valoración puramente ■ubjetiva y niega a la persona todo derecho que no le sea expresa­mente reconocido por la autoridad. La Iglesia siempre ha rechazado «ta concepción aberrante del derecho, señalando que conduce a los Peores excesos de los regímenes totalitarios: "El simple hecho de ser eclarada por el poder legislativo una norma obligatoria en el l^0' tomado aisladamente y por sí solo, no basta para crear un roadero derecho. El 'criterio de simple hecho" vale solamente Aquel que es el Autor y la regla soberana de todo derecho, Dios. Aplicarlo al legislador humano indistintamente y definitiva­mente, como si su ley fuese la norma suprema del derecho, es el error del positivismo jurídico en el sentido propio y técnico de la palabra, error que está en la base del absolutismo del Estado y que equivale a una deificación del Estado mismo". (Pío XII, Discurso del 13-11-49).

Las masacres stalinianas, los crímenes de Hitler que dieron lugar al juicio de Nüremberg, ¿acaso no fueron cometidos al amparo del "derecho legal"? El positivismo no tiene respuesta a>tales objecio­nes de la conciencia moral universal...

¿Qué son los derechos humanos?

Los derechos humanos se identifican con las prescripciones del derecho natural. Un derecho humano es aquel que todo hombre tiene en virtud de su naturaleza, debiendo, por tanto, ser respetado por todos los hombres. Los derechos humanos fundamentales 'o esenciales son aquellos que sirven de base y fundamento a los demás.

Sus propiedades principales son las siguientes: 1) tienen un valor absoluto, rigiendo siempre y en todo lugar, sin limitación alguna; 2) son innegables, por ser de la esencia de la persona, deben ser respetados por todos; 3) son irrenunciables, pues ninguna persona puede abdicar de ellos voluntariamente; 4) son imperativos, pues obligan en conciencia aun cuando la autoridad civil no los sancione expresamente; 5) son evidentes, razón por la cual no requieren promulgación expresa.

¿Cuáles son los derechos de la persona?

Ya los teólogos españoles del siglo XVI profundizaron la elabo­ración de los derechos esenciales de la persona humana. En 1948, las Naciones Unidas promulgaron una declaración de los principales derechos. Esta Declaración si bien contiene formulaciones discutibles en algunos aspectos, constituye un paso importante en el reconoci­miento de los eternos principios del derecho natural, (cf. Ene. Pacem in Terris n. 72).

La Encíclica Pacem in Terris de Juan XXIII, enumera una síntesis de los principales derechos del hombre, sin pretender dar un listado exhaustivo de los mismos. Los principales son:

Derecho a la conservación de la vida Derecho a la integridad física y a la salud

 

Derecho a los medios indispensables para un nivel de vida digno

Derecho a la seguridad frente a los riesgos vitales

Derecho al respeto de la propia persona

Derecho al honor y la buena reputación

Derecho a la libertad para buscar la verdad

Derecho a pensar y obrar según la recta conciencia

Derecho a la educación

Derecho a una sana y objetiva información

Derecho de reunión y de asociación

Derecho a obrar según la virtud

Derecho a honrar a Dios según la recta conciencia

Derecho al matrimonio y a la educación de los hijos

Derecho a la vocación religiosa

Derecho al trabajo y a la iniciativa económica

Derecho a una justa retribución personal y familiar

Derecho a la propiedad privada

Derecho a la participación activa en la vida pública

Derecho a circular y a emigrar

Derecho a la protección jurídica del 'Estado

Los derechos naturales enumerados están inseparablemente uni­dos en la persona a los deberes correspondientes, en el cumplimien­to de los cuales se instaura progresivamente un sano orden social. La convivencia social ha de fundarse en la verdad, la justicia, la libertad y el amor.

Por su parte, la autoridad política tiene el deber de "tutelar el intangible campo de los derechos de la persona humana y facilitar el cumplimiento de los deberes". (Pío XII, Alocución del 1-6-41); (Pacem in Terris, n. 44; Gaudium et Spes, n. 74).

 
   
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